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lunes, 18 de febrero de 2013

Limbo

Si no es el silencio entre dos, es el ruido de afuera; si no es la sensación de displicencia es el hartazgo; si no es este castigo de sentir que uno tiene algo es la angustia de saberlo ajeno como todo lo restante en el universo. Si no son los que existen a nuestro alrededor es el simple hecho de estar existiendo.
Cada detalle se suma y causa pesadumbre en días así. Pero no son todos los hechos sumados, no son las neurosis de la edad, ni las actitudes de la compañía, ni la rutina, ni la frecuencia, ni el beat, ni el desencanto manifiesto contra uno y lo que significa, ni los temores, ni la lentitud de las conexiones, ni el frustrante pasado, ni la lluvia persistente, ni tanta incertidumbre, ni tanta estupidez, ni el asqueroso sistema, ni la falsedad, ni las canicas internas haciendo nacer universos lo que hace mal. No, no es nada de eso en específico ni todo eso sobrepuesto, no.
Como sea, uno, de golpe, se revienta contra el pavimento, en seco y sin rebote; se estrella contra el cascarón sin ninguna muestra de haber adquirido profundidad. Y uno se queda ahí con el espíritu en astillas queriendo recordar lo que es la tierra y su aroma a cañaveral en plena riada, ese olor a piedra que se pierde en la duda más básica, la de: ser o no. 
Pobre imitación de meteorito, limbo inexpugnable, quietud desesperante y equilibrio aparente. Somos figuras de un jueguito de feria girando en una banda sinfiín con las dianas pintadas en el cuerpo esperando el instante en el que se nos acierte el disparo. Somos patitos de feria, inocentes presas. Somos como niños tapándonos los ojos para sentirnos invisibles o creyendo que simulando no ver, el golpe será menos doloroso.
Desde muy adentro alguien pareciera haber dicho "no gozar ni sentir insatisfacción, es como simplemente no estar ahí" y esta súbita lucidez aparece como si de pronto uno se sintonizara con una realidad más falta de cocción (un campo de meteoros, una lija implacable, una quemadura de paladar); una realidad en alta definición que amplifica todo y exacerba las imperfecciones abundantes de cada cosa, momento, persona, situación, contexto, historia, recuerdo, pensamiento, idea, imagen o ausencia. Y entonces, tanto todo aquello que nos rodea, como cada átomo que hacia adentro pareciera que nos concierne, sólo nos provocan ganas de vomitarnos encima (...y adentro, e infinitamente afuera también).
Lo estático no es equilibrio sino ausencia de fuerzas en pugna, pero esa quietud nos engaña creando una temporal ilusión de agua quieta, de espejo líquido, de estado zen. Pero tampoco es la estupidez de caer en el engaño la que causa esta horrible sensación indecible y la lucidez intermitente tampoco disipa el malestar, así que sólo nos resta aplacarnos con cierto desdén, sedarnos encogiéndonos de hombros, mirar a otro lado, olvidar, cambiar de canal, creer que todo eso es muy normal y consolarnos con la idea de que a todos les pasan este tipo de huevadas por la cabeza.

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