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miércoles, 18 de febrero de 2015

Otro carnaval

El agua corre inevitablemente y sin pausa. 
Se escurre de las ropas, de los cabellos, de las nubes; crea torrentes en los bordillos de las aceras, en las cloacas, en las quebradas que estaban secas.
El agua se lleva la peste, la mugre, los troncos y las ramas secas.
El agua lava y relava.
Caliente se esfuma y reinicia su ciclo de forma aparentemente imperturbable. Pero el agua se agota, como ya se dijo: "gota a gota, se agota".
El sol, el calor, el hombre y su fervor.
Las cenizas que pronto tomarán el control de la tierra, la resaca y la basura, donde se podrá reconocer a penas el color vívido de un pedazo de mistura que sobrevivió al abrazo de la ch'alla.
El olor persistirá un poco más de tiempo. Incienso y trago, ese casi trágico aroma a incienso y trago nos recordarán que los excesos han terminado.
Los carnavales en otros lugares parecieran mejores que en el propio hogar pero pueden ser igual de insoportables.
Sin embargo, a menudo están los recuerdos, las añoranzas de encuentros, reencuentros y desencuentros, están los amigos o la familia, acompañándonos y volviendo tolerables los excesos desubicados del mundo. 
También está el encierro de ermitaño y están los textos viejos de alguien llamado Enrique González Fiol, y está la cabeza percibiendo el universo de frente a un cerro majestuoso cuyo color parece sacado de un paisaje ajeno y lejano.
Siempre está el sonido de la cigarra o del "bientefue". Lejos de las ciudades y el bullicio falso y desproporcionado, el carnaval se ve menos agreste y esos acordes de paraguaysitos y tonadas chillonas se sienten como caricias reconfortantes.
Al final, los niños alterando el orden son lo que se necesita del carnaval, pese a los llantos, los empachos y las travesuras a veces desmedidas. 
Hay una extraña paz en tanto despelote pero ya se vuelve miércoles y el mundo comienza a querer olvidarse de lo que fue durante algunos días.