En facebook

martes, 12 de abril de 2016

Niñez

La infancia nos marca la vida. Hay detalles que nos acompañan incluso más allá de la memoria y las reacciones que aprendimos a utilizar tanteando al mundo y sus diferencias, se repiten ahora que se supone que "crecimos".
Lloramos igual, digo: por las mismas cosas. las pérdidas, las decepciones y los berrinches porque a veces los demás no juegan a lo que nosotros creímos que jugábamos.
Nuestra infancia nos asecha a diario, espantada viendo en lo que nos convertimos. Mira con su carita de asustada cada vez que creemos que el tiempo (siempre nuestro) no es suficiente para salir a jugar con los amigos.
Al final, somos niños que no han dejado de llorar desde que descubrieron que el mundo se iba volviendo paulatinamente una mierda y hemos sucumbido a la resignación poniéndola en lugar de la fantasía.
Pero hemos aprendido a pasar el mal rato. Fingiendo, jugando un juego macabro lleno de deudas y preocupaciones, con carreras que no se ganan nunca y sin rondas amables en las que la gente se soltaba sólo para dejar entrar a alguien más en el círculo.
Algunos aprendimos a llorar para adentro, metiéndonos de todo a la boca, a la nariz o a las venas para tragarnos el llanto y recibir por ello un tatín que a veces se acompañó con un par de golpesitos tiernos en la cabeza para hacernos creer que lo hacemos bien. Pero el mundo hace eso contigo porque a nadie le gustaría un niño llorando a lado nuestro todo el tiempo durante este viaje interminable (aunque tenga razones de sobra para llorar).
La infancia nos marca la vida y cada uno de nosotros vive mirándose eternamente así frente al espejo. Aunque nos esforcemos mucho por esconderlo.