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viernes, 9 de septiembre de 2011

Cruzando puertas

Alguna vez, recuerdo escuchar a mi abuela decir - en un quechua limitado - algo así como: "ni ruega, ni rogachicuy, ni fuerzamanta munachicuy".
Como era niño, la primera vez que oí esto, no supe descifrar la importancia real de estas palabras (que por su etimología, venían combinadas con esa energía andina precolombina) y es recién tras un primer desamor que comprendí - aun a medias por mi edad - algo de lo que me brindaba esta frase tan popular en mi casa.
Y es que a veces, la impulsividad y lo obtuso y exageradamente contrastado de nuestra visión, no nos permiten asimilar ciertas verdades que por su intensidad nos ciegan y nos quitan incluso esa poca visión del panorama real que nos posee. No es fácil darnos cuenta que tenemos un problema, es necesario aceptar algunas cosas aunque duelan y no insistir como moscas golpeando inútilmente una barrera que parecía tan transparente.
Como el jaboncillo, la gente débil de carácter, salta ante la presión atemorizada por las exigencias naturales que las cosas valiosas pretenden. Cuántas veces huí ante posibilidades majestuosas que dejé pasar por temor a perder mi individualidad o mi libertad con esa estupidez propia de la adolescencia. Recién con el tiempo supe que todo el tiempo eres transgredido por los que te rodean y en realidad eres esa sumatoria de influencias de las que escapas tontamente. La rigidez de impermeabilizarte es lo que te hace viejo, antes de llegar a eso es mejor quedarse solo.
"Poder decir adiós es crecer" nos dice Gustavo Cerati y, pese a que las rupturas inicialmente nos ofuscan y nos hacen desenvainar espadas y espinas, terminan devolviéndonos de a poco la invalorable tranquilidad con nosotros mismos.
"ni ruegues, ni te hagas rogar, ni a la fuerza te hagas querer" sigue repitiendo el eco de esa sabiduría que hace tanto tiempo mi abuela me regaló cuando vivía por ahí, en ese barrio que hasta hace poco transitaba como un no-muerto sin voluntad propia.

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