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sábado, 10 de marzo de 2012

Noche tras la llovizna

Vi a la luna husmeando desde los nubarrones que se levantaban al norte. Brillantes cubetas de agua limpia se disponían a llorar sobre nuestras cabezas. Tormenta de luz, de agua bañada en luna, de algodón de noche preñado de lluvia.
Pero el viento se llevó tempestades, y el llanto se detuvo luego de amenazar con sus gotas más avezadas.
Las nubes a contraluz se disiparon, se reabsorbieron en la noche, se retiraron en silencio y quedó sola la luna con su brillo. Las estrellas recomenzaron el barullo y los grillos trasnochados acompañaron ese titilar con sus alitas de campana afinadas en algún tono universal.
El olor a granizo se desvaneció, las pocas gotas que llegaron a caer, a esta altura de la noche eran perfume en la tierra húmeda ya sin sed. Las yerbas, a penas cuajando rocíos, se sumaron al escándalo aromático mientras una legión de amantes sin saberlo llenaban el ambiente de todo ese olor imperceptible que se destila de tanta sensación.
Polillas y libélulas eran parte de una danza iracunda e invisible que tenía como escenario el ras del suelo y los primeros metros de la noche pues los desventurados bailarines que en el frenesí buscaban mayor altura eran devorados por los danzantes mayores; esos implacables protagonistas nocturnos de alas membranosas y voces inaudibles.
La noche nunca está quieta, y tras la amenaza de aguacero, quedó la luz selenita enloqueciendo al mundo irónicamente relajado en sus excesos desatormentados.

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