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sábado, 5 de noviembre de 2011

Menguante


La luna está escondida y llora. El viento sopla fuerte y las ramas arañan las ventanas de mi cuarto como pidiendo entrar.
Pero las entradas de esta caja, aunque abiertas, sólo saben mostrar lo atiborrado de mi pequeña celda infernal. Kilos de periódicos viejos inundan de letras el aire, de los libros confinados a los pequeños muebles de la esquina se derraman también en cascadas las palabras que dijeron tantos otros.
Hay aromas tan constantes aquí adentro; que cosa imposible forzar al olvido; que trabajo inútil el desviar la mente a algo menos torturador que este cúmulo de ausencias tan frescas.
El silencio no se rompe con tecnología. El televisor no funciona, la computadora es mas fría de lo habitual y el tiempo rebota contra las paredes aumentando la densidad de este vacío tan pesado.
Y esta sensación tan de 472 nanómetros se ha apoderado nuevamente de mis ganas que merman otra vez. No pasa un día sin que me pregunte nuevamente si tiene sentido o no tanto caminar por campos y caminos baldíos sin tener más compañía que el incansable silbido de mis propios labios en sequía.
Que inútil guardar rencores, que pérdida absurda de tiempo el remordimiento de ya haberlo perdido. No puedes pedir peras al olmo y menos llorar por la leche derramada. Es momento de parar este castigo al cuerpo o devastarlo de un golpe para acelerar este proceso importante de llegar hasta el fondo para renacer.

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